Habitar
es estar en un sitio teniéndolo. Esta definición, condensada y
luminosa, tomada de los escritos del filósofo Leonardo Polo, anuda varios
conceptos clave para la Hogarología. Voy a explicarlos brevemente para, a
partir de ellos, aventurarme un poco más allá.
Como sabemos, habitar viene de hábeo, que significa ‘haber’ o ‘tener’. De hecho ‘habitar’ es lo
que llaman los gramáticos un verbo “frecuentativo”, porque expresa una acción
repetida o continuada, como “besuquear”, “pisotear”, “tirotear”, etc. Y en efecto,
para tenerme a mí mismo, para ser
persona, necesito tener continuadamente
un puñado de cosas, en primer lugar mi vestido, pero también mis instrumentos
de trabajo, muebles, comida, etc. En una palabra, necesito una casa. De este modo mi haber tiende a convertirse de modo
lógico y natural en habitar. Y mi
cuerpo, que es mi primera e íntima morada, se amplía intencionalmente en la
otra, la grande, donde guardo mis cosas y donde descanso, trabajo y convivo, o
sea mi casa.
Por consiguiente es cierto que habitar es estar
en un lugar teniéndolo. Ahora bien, esta definición adolece, a mi juicio,
de un exceso de abstracción, pues deja fuera algo esencial: las personas, y también las relaciones que se establecen entre ellas
dentro del hogar. En efecto, ¿dónde queda aquí la gente con la que convivo, y
sobre todo mi familia? ¿Acaso mi trato con ellos no intensifica y modula mi
experiencia de habitar? Sí, todos sabemos por experiencia que el habitar pleno
y cumplido es cohabitar; es convivir, compartir, coexistir, comunicar. Por
el contrario, ¿acaso el egoísmo no puede hacer de la casa un lugar inhabitable, por bien surtida que esté
de comodidades materiales? Por todo lo cual sería más adecuado, creo yo, modificar
la definición susodicha del siguiente modo: habitar
es estar en un lugar compartiéndolo.
Pero hay más. A la
luz del personalismo cristiano resulta que el
verdadero tener… es dar. Más aún, tenerse
es darse. La persona, en efecto, sólo se realiza plenamente en el don
sincero de sí; para hacerme dueño de mí mismo no me bastan ni mis bienes ni mis
virtudes: necesito a los demás. Sólo el amor me hace ser quien soy. Esta
profunda paradoja, ratificada por la experiencia universal, es una aportación
del cristianismo a la filosofía que cualquier pensador serio puede entender y
asumir, aunque no sea creyente.
Desde este punto de vista, nuestra definición sufre una nueva
mutación, esta vez muy radical: habitar
es estar en un sitio dándolo. O si queréis, habito mi casa en la medida en que la convierto en regalo para los que
viven en ella. Un regalo que no pierdo al darlo, al contrario: cuanto más
lo doy más mío es. Me adueño de mi casa poniéndola al servicio de los demás,
administrándola, cuidándola, inventándola. En otras palabras, habitar no es
solo tener, sino trabajar lo que se tiene, a fin de que adquiera forma
doméstica.
Estas razones no son una pura elucubración teórica, sino
que afectan muy directamente a la categoría ética y profesional de las tareas
domésticas. En efecto, la fórmula habitar es estar en un sitio dándolo ilumina estas labores desde su
raíz, ya que consisten fundamentalmente en dar:
convierten un determinado espacio y tiempo en don, regalo. Y dar es mucho más difícil que tener, no sólo porque implica
generosidad (actitud ética) sino trabajo (competencia técnica) y conocimiento
de las personas (inteligencia emocional). Las tareas de la casa,
pues, no son un trabajo accesorio que facilita
más o menos el habitar, sino que son su expresión más plena y cumplida, de la que
ningún miembro de la familia debería desentenderse.
Pablo Pri
@andarynadar
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